INDULTA, QUE NADA QUEDA (TEG)
Uno de los ejemplos más chocantes del deterioro institucional que padecemos es, sin duda, el de la actual práctica del indulto.
Recientemente, doscientos jueces de toda España han firmado un
manifiesto con el expresivo título “El indulto como fraude. En defensa de la independencia judicial y de la dignidad”. Denuncian especialmente el caso
del indulto de cuatro mossos d´esquadra indultados (dos veces) por un
delito de torturas. Afirman que “al instrumentalizar el indulto para la consecución de fines ajenos a los que lo justifican, el Gobierno dinamita la división de Poderes y usurpa el papel del Poder Judicial”, lo que es especialmente criticable en el caso de la tortura, “uno de los peores actos realizables contra la dignidad de la persona”.
Sin duda es muy frecuente la utilización torticera de la institución. Recordemos simplemente algunos de los casos más sonados en los últimos tiempos: el
de Alfredo Sáenz, el de los militares del Yak 42, el de los alcaldes y concejales condenados por prevaricación urbanística, o el caso de
Josep María Servitje, que lideraba la trama vinculada a Unió Democratica
de Catalunya dedicada a desvalijar las arcas de la Consejería de Trabajo de la Generalitat, entre otros variados casos de la misma índole. Como comprobamos con estos ejemplos, no se trata de drogadictos rehabilitados a los que el
ingreso en prisión perjudica más que beneficia, tampoco de pequeños delincuentes reincidentes (bueno, algunos sí) que acumulan penas desproporcionadas, o de condenados por aplicación estricta de una ley que
los Tribunales no han tenido más remedio que aplicar pero que en ese caso concreto resulta demasiado severa y que la equidad exige moderar
(summun ius summa injuria).
En estos últimos supuestos, para los que realmente está previsto, el indulto
no excepciona realmente la ley y las decisiones de los tribunales, sino que, saltando simplemente sobre su letra, coadyuva a cumplir su espíritu,
ratificando de esta manera su legitimidad y autoridad y, en consecuencia, la
del propio Estado de Derecho. Sin embargo, al conceder el indulto en esos
otros casos escandalosos citados en primer lugar, lo que Gobierno realiza
es una deslegitimación radical del principio del rule of law, básico para
cualquier Estado que aspire a llamarse democrático. No se busca hacer
justicia en el caso concreto, solventando el problema derivado de la
necesaria sujeción de los Tribunales a la Ley, sino consagrar la injusticia y las inmunidades de poder en determinados ámbitos políticamente sensibles.
Por eso el problema no es sólo que el Gobierno “usurpe” el papel del Poder Judicial, como dice el manifiesto (lo hace desde luego cuando afirma que se indultó a los policías porque “había dudas razonables sobre la condena”,
como si a él le correspondiese valorar la prueba). Pero es mucho más, es
que pervierte ese papel radicalmente. Como si controlar el Consejo general
del Poder Judicial y su política de nombramientos en las salas penales de
los Tribunales superiores no fuese suficiente, a través de este uso del indulto el establishment aspira a quedarse fuera del control del Derecho en aquellos
temas sensibles (financiación de los partidos, manejo de las clientelas,
favores a los poderosos) en los que los políticos se sienten muy unidos
como casta. No, si robas para ti no te indultaremos (salvo que seas el yerno
de alguien importante, claro) pero si robas para nosotros –o realizas mal tu trabajo por obedecernos, como en el caso del Yak- es otra cosa, ahí puedes contar con nuestro apoyo incondicional, no importa lo infame que sea el
delito.
Esto es lo que verdaderamente hace insoportable el indulto en estos caso,
más allá de la propia naturaleza del delito indultado. Desde luego el caso
de las torturas es intolerable, sin duda alguna, pero no lo es menos el caso
de Alfredo Sáenz, que ya tuvimos oportunidad de comentar por extenso en
el blog ¿Hay Derecho? (aquí, aquí y aquí). Baste recordar que en el Derecho Romano estaba incurso en infamia “aquel que en un procedimiento criminal
haya sido condenado por falsa acusación o fraude en cualquier extremo” (Digesto, III, cap. 2º). El infame perdía sus “honores” (algo fundamental en
Roma, en donde un verdadero ciudadano vivía fundamentalmente para ellos), el derecho de sufragio, incluso la posibilidad de ser procurador de nadie, pues
se consideraba que una persona así a nadie podía representar dignamente. Nada había más despreciable que utilizar las instituciones fundamentales de la comunidad, en las que ésta basa su confianza, en beneficio particular.
Pero lo que convierte estos casos en doblemente repugnantes es que en ellos el indulto no ha sido concedido realmente en consideración a las circunstancias de hecho de la persona indultada, sino a los intereses particulares de los que indultan. No es una “gracia” que se concede por motivos de liberalidad o
recta conciencia, sino un pacto oneroso que esconde un turbio “do ut des”.
En fin, lo propio de las familias mafiosas y de la “justicia” del clan desde que el mundo es mundo, y que se supone que el Estado de Derecho había
desterrado. Quizá en otros sitios, pero parece que aquí no.
¿Cómo reaccionar frente a esto? No procede eliminar esta institución, por supuesto, ya que en circunstancias normales, en un régimen menos
partitocrático, podría cumplir perfectamente su función. Quizá se pueda
mejorar, exigiendo al Gobierno que a la hora de indultar exponga
detalladamente las razones que a su juicio justifican la medida, para que
todos las podamos leer en el BOE. Pero lo verdaderamente decisivo es que
la ciudadanía esté dispuesta a protestar y a castigar electoralmente este
tipo de comportamientos. La desvergüenza con la que han sido realizados
hasta ahora obedece a la conciencia de que salían gratis, de que tras indultar no quedaba nada, ningún coste que asumir. Quizá porque la política española
es el único ámbito de la sociedad en el que todavía, desgraciadamente,
Todo es Gratis (TeG).
Rodrigo Tena Arregui es notario, editor del blog ¿Hay Derecho? – donde
fue publicado originariamente este post – y patrono de la Fundación Ciudadana Civio.
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